4. Autorregulación y seguridad emocional, límites: que no y que sí hacer, distintos estilos de crianza, notas sobre el acoso escolar
Autorregulación y seguridad emocional
La seguridad emocional es, desde la primera infancia, la clave para el desarrollo de todas las capacidades superiores. No hay lugar para el pensamiento crítico, la comunicación franca y profunda, la cooperación o el trabajo en equipo –por nombrar sólo algunos ejemplos- si el mundo emocional está desregulado. A continuación, un puñado de pautas, redactadas de manera breve y sencilla, que tienen la finalidad de fortalecer la seguridad emocional de las niñas y los niños.
Nominar las emociones. Primero, reconocer eso que le pasa: qué siente, dónde, con qué intensidad, cuándo aparece y qué lo desencadena. Luego, ponerle nombre a los sentimientos, buscando cada vez más esos matices que hacen tan rica la experiencia. Madres, padres y cuidadores/as deben dar espacio y tiempo para este trabajo tan importante, acompañando a cada paso.
Trabajar en la gestión de las emociones. No se trata de controlar o inhibir las emociones, por eso elijo el verbo gestionar –hacer los trámites necesarios para resolver un problema o dirigir un asunto-. Se trata de advertir su presencia y escuchar que nos quieren decir, habilitando la manifestación de eso que se siente en las tripas. Lo que a un niño o niña le pasa impresiona irreductible en muchos casos, pero no lo es, sólo necesita una persona adulta que lo/a acompañe en el trámite. Para esto podemos ofrecerle estrategias de autocontrol, con la finalidad de que pueda empezar a poner en palabras lo que le pasa, sin tapar lo que siente. Estas habilidades permiten que las pasiones no desborden, generando conflictos mayores o aumentando la propia percepción de inseguridad. Si las emociones logran templarse, sin desbordar, la razón puede explicar de mejor manera lo sucedido y buscar la respuesta más adecuada. Mientras el adulto o adulta sepa y pueda mantenerse regulado, el niño o la niña tendrá la oportunidad de aprender a hacerlo.
La autorregulación es un aprendizaje que necesita, primero, de una persona adulta que lo/a acompañe en el desarrollo de esta capacidad, respetando sus tiempos.
Si el mundo emocional está desbordado o desregulado, entonces es muy difícil que podamos pensar con claridad, reflexionar de manera profunda, buscar alternativas de respuesta a lo que estamos viviendo y elegir una conducta que sea la más adecuada para cerrar el perímetro. Quedamos a expensas de las rígidas reacciones automáticas instintivas que vienen en el histórico repertorio de las emociones. Por esto, la base de esta capacidad de gestión emocional es la autorregulación –vale para niñas y niños, como para adolescentes y adultos/as-.
Buscar siempre la lectura empática. Tenemos muy claro que saber ponerse en los zapatos del otro es la clave para la construcción de vínculos saludables. Para esto es necesario primero el recorrido por la anterior estación: sin advertir lo que a nosotros/as nos pasa –reconociendo la señal y el mensaje de las propias emociones- no hay manera de sentir lo que le sucede al otro/a. Con este wi-fi emocional encendido la sintonía es posible, ganando las relaciones la reciprocidad, profundidad, intimidad y estabilidad que señalan la construcción de un vínculo importante.
Procurar el diálogo para la resolución de los conflictos. La persona adulta tiene un lugar privilegiado para escuchar, mostrar y acompañar en una situación en la que niñas y niños han tenido o están teniendo un conflicto. Tomando contacto con lo que uno/a y otro/a han sentido en la situación que generó el problema, el intercambio pasa por el corazón para evitar esos pedidos de disculpas vacíos –y en algunos casos ni siquiera esto- en los que el “perdón” aparece sin mediar ninguna reflexión o comprensión de lo que el otro sintió. Aparece la necesidad de saber escuchar, atenta y activamente – respetando el turno de cada uno/a-, sin buscar la sola réplica que pretende desacreditar los argumentos del otro/a, sino, por el contrario, con la finalidad de entender su punto de vista y ofrecer el propio. Monitorear lo que se va moviendo adentro –sin permitir que se salga de control- y las explicaciones que asisten estas sensaciones –procurando mantener la apertura-, conjugar la actuación de la empatía y la asertividad, reconocer los distintos momentos de la secuencia y defender la flexibilidad necesaria para cambiar la manera de enfocar el problema son piezas fundamentales para la resolución de conflictos. Nada de esto es posible si no hay primero una mínima capacidad de autorregulación; a la vez, resolver los conflictos de esta manera fortalece la seguridad emocional.
Límites: que no y que sí hacer
Al límite lo sigue la frustración, y ésta puede manifestarse de maneras diversas. Cuando esta forma irrita o molesta a la persona adulta –por la razón que sea- es común que surja una reacción desmedida o carente de sensibilidad. Allí, antes de que nuestro rebote complique más las cosas, lo importante es centrarnos y recordar quién es el niño o niña, quién es el adulto/a y que se espera de cada uno en este momento.
Que no hacer.
Gritar, tironear o zamarrear. Estas respuestas no ayudan en nada: no sólo no contienen al niño o niña sino que hacen que escale más aún en la espiral de desregulación emocional. Cuanto mucho, al provocarle temor o paralizándolo –así operan- lograrán interrumpir la conducta no deseada, pero sin que el niño o niña comprenda la secuencia o el comportamiento que hubiera sido deseado o esperado en la situación que provocó tal reacción.
Amenazar. Se trata de otra modalidad común a la hora de poner límites, una más que debe ser erradicada de las prácticas de crianza. Aun cuando sirviera para que el niño o niña frene su comportamiento, la coerción es –claramente- una forma de maltrato. En muchos casos se trata de una forma de extorsión que anticipa que algo malo está por pasar, motorizando en el niño o la niña la angustia o el miedo (“si no te cambiás rápido, te vas a quedar solo en la casa”), o señalando que está por perder algo bueno y esperado (“si no comés todo el plato, no vas a lo de tu amiga”). En cualquier caso, corre el foco de una resolución conveniente de la situación para atar dos elementos sin más conexión entre sí que una conveniencia para el adulto/a de utilizarla como atajo. Por otro lado, enseña que para conseguir algo de otra persona, un recurso puede ser amenazarla (“si no jugás a esto, no serás más mi amigo/a”).
Tercerizar el límite. Si entendemos que el límite es una medida de cuidado –y entonces, una expresión de amor-, ¿por qué le delegaríamos esta misión a la señora que está mirando, el policía que está en la puerta o el dueño del negocio? Poner el límite en un tercero es riesgoso: si bien sabe diluir una situación de conflicto actual, también comienza a difuminar el sentido de autoridad que a la persona adulta le toca en la asimetría de la relación respecto del niño o niña.
Meter al niño/a en el freezer emocional. Meter al niño o niña en una suerte de freezer emocional, dando lugar a un silencio o una deliberada falta de atención es maltratarlo/a: el desconcierto y la incertidumbre generan un malestar que se hace enorme dentro suyo, aunque quizás no se anime a manifestarlo. En ocasiones, se trata de un modo en el que el adulto o adulta actúa como si nada hubiera pasado, sin siquiera señalar el motivo de su molestia. En otros casos, una forma explícita de castigo. Implícita o manifiesta, esta reacción de madres, padres o ciudadores/as no puede ser la manera de marcar un límite: dice poco (con palabras), enseña nada (bueno) y hace daño.
Explicar en caliente. Arrancar la fase argumentativa del límite –siempre necesaria- cuando el niño o niña no se encuentra aún en condiciones de escuchar, es perder la oportunidad de acompañar un aprendizaje. Mientras se encuentre desregulado o muy activado emocionalmente, no hay mayores chances de que pueda escuchar –de verdad y con apertura- lo que queremos decir. Si no está listo todavía, mejor esperar hasta que sí lo esté, buscando el momento y el lugar justo para hacerlo.
Sermonear. Los sermones largos y redundantes suelen tener el efecto contrario al esperado: exponer al niño o niña a tener que recibir explicaciones interminables, en las que muchas veces se le exige estar callado/a, incrementa el malestar –la reactividad emocional negativa-. En ocasiones, se presenta más como una instancia de descarga del propio adulto/a –parece un castigo- que como un paso que verdaderamente ayude a que el niño o la niña aprenda algo.
Ser ambiguo/a, incoherente o inconsistente. Los mensajes ambiguos hacen lugar a dudas que mueven al niño o niña a seguir buscando cómo empujar el límite más allá o saltar el muro. La falta de coherencia, cuando no hay una justificación válida para decir no –sino que es porque sí-, o cuando se exige algo que uno mismo no hace –se enseña con el ejemplo-, y la falta de consistencia, cuando lo que ayer se podía, hoy no –o viceversa-, o cuando se marca el no pero se permite que la situación siga su marcha, entorpecen la claridad del mensaje y la saludable internalización del límite.
Para poner límites no hace falta estar enojado/a o tener miedo, hace falta estar convencido/a. Y entonces, de manera firme, clara y bien tratante, hacerlo.
Que sí hacer.
Ser claro/a en el mensaje. Para poner un límite no hace falta estar enojado/a, sino convencido/a, reza la enseñanza del reconocido pediatra español Carlos González. Cuando algo se dice y hace desde el convencimiento es más probable que sea transmitido de manera clara al otro/a, porque, de hecho, ya ha pasado la línea de convencerlo al propio adulto/a. Se trata de tener patente qué, cómo, por qué y para qué, insumos que harán que el mensaje sea nítido y la justificación sólida –sin ambigüedades-.
Acompañar en la gestión de las emociones. Es esperable que frente al límite el niño o la niña se frustre y sienta malestar y, también, que lo manifieste –eventualmente, que no lo haga no significa que no lo sienta-. Sea con tristeza o con enojo, en ocasiones llegando a desregularse, el cuidador/a debe validar, habilitar y facilitar su expresión, acompañándolo/a de manera sensible en la gestión de todo eso –quizás mucho- que le pasa dentro. Refuerzo: validar, habilitar y facilitar la expresión de las emociones es un importantísimo que sí hacer.
Explicar. Siempre es necesario, haciéndolo una vez que el niño o la niña –¡y uno/a mismo/a!- se encuentre regulado/a emocionalmente: sólo allí va a poder escuchar y entender. Al justificar el límite, buscando siempre las palabras y maneras justas, no se debe pretender que el niño o niña termine estando de acuerdo, sino que comprenda que hay un motivo claro para el no. No se trata de doblegar lo que el otro u otra piensa o siente ni procurar que el otro lo viva igual que uno mismo, sino de entender las diferencias y, a pesar de éstas, respetar el límite. Así, el límite, más allá de interrumpirse la conducta no deseable o conveniente, entiendo por qué no lo es y cuál es aquella sí esperable o provechosa.
Reflexionar. Ayudarlo/a en el recorrido de la secuencia que lo/a llevó hasta este punto, conduciéndolo en un pensamiento que se sale de la situación para observar desde afuera. La consideración de los propios sentimientos y los del otro/a en cada escena son estaciones obligadas. Así se va organizando la experiencia, ordenando la secuencia y capitalizando lo sucedido en un aprendizaje significativo. Este camino, ciertamente complejo, enseña los pasos que el niño o la niña, de a poco, irá internalizando, engranaje fundamental de la inteligencia emocional.
No perder la conexión con lo que le pasa. En todo momento, con las fluctuaciones que se van presentando durante el proceso –su duración suele desafiar los tiempos del adulto/a-, es preciso sostener la conexión, mantener la sintonía con lo que piensa y siente, los por qué y los para qué, acompañando de cerca cada paso. En ocasiones, luego de un largo rato y cuando la situación pareciera encarrilarse, algo vuelve a detonar el sistema aún inestable, lo que implica –casi- un volver a empezar. Por esto, fijar límites requiere de mucha paciencia y recursos para manejar la propia frustración para aquellos momentos en los que las cosas no nos salen como quisiéramos.
Fomentar las actitudes y conductas deseables. El límite debe cuidar, interceptando lo que no es conveniente y mostrando lo que sí: no hacen falta premios cuando el camino elegido es el correcto, sino señalar ese “calorcito” que se siente en el pecho cuando uno/a hizo las cosas bien. Es valioso buscar el momento justo para recuperar lo sucedido y mostrar todo lo bueno de la secuencia vivida: los valores que se promulgan habitan los rincones de esas experiencias cotidianas.
Dar lugar a las consecuencias del acto. Por último, mejor que castigar, ese acto en el que se juzga y sanciona –muchas veces unilateralmente y sin derecho a defensa-, es dejar lugar a la consecuencia propia de aquello que no se hizo de la manera más conveniente. Por ejemplo, más que amenazar con tal o cual castigo por no comer lo servido en el almuerzo, es anticipar que no habrá otra comida hasta la merienda, y que entonces tendrá hambre: es la consecuencia natural de no comer. Detrás del límite transgredido hay una consecuencia; enseñar el respeto y la responsabilidad exige que estos efectos o resultados puedan o deban aparecer en la escena para que el niño o la niña los reconozca.
Si fundamos una base segura y una relación basada en el diálogo y la confianza tendremos las mejores chances para que cada límite y cada frustración puedan ser encausadas, capitalizando la escena en un valioso aprendizaje.
Distintos estilos de crianza
Formas de criar existen tantas como personas que crían, pero puede ayudar a conducir la reflexión ubicar cuatro grandes categorías.
Estilo de crianza autoritaria. Las normas se imponen de manera autoritaria, no reflexiva, y castigante. Se valora la obediencia y se restringe la autonomía y el reconocimiento. Cuando algo escapa de la voluntad de madres y padres, aparecen las amonestaciones, sin ejercicio reflexivo ni implicación emocional, generando sensaciones de falta de afecto y seguridad en sus hijas e hijos y dañando su autoestima.
Estilo de crianza democrático. Son padres y madres que estimulan la expresión de las necesidades de sus hijas e hijos, promueven la responsabilidad y otorgan autonomía, acompañando cada uno de estos procesos. Este estilo se asocia a mayor autoestima, mejor rendimiento académico, fortaleza emocional y seguridad a la hora de construir vínculos. Se trata de un estilo que, sin desconocer el rol de cada uno/a en la natural asimetría del vínculo, se abre a conocer qué siente, piensa y desea el niño o la niña.
Estilo de crianza permisivo. Se trata de madres y padres indulgentes; no esperan que sus hijas e hijos adhieran a límites o reglas, por lo que crían evitando la confrontación. Se abren a la expresión de cariño y afecto, pero establecen pocos o ningún límite. No hay guías ni directivas claras, recayendo en descuidos y desprotección.
Estilo de crianza negligente. La atmósfera familiar es de intensas carencias. Las personas cuidadoras no logran localizar las necesidades de las niñas, niños y adolescentes. Los descuidos y la desprotección los exponen a riesgos y daño. La falta de afecto, supervisión y guía conlleva efectos muy negativos en el desarrollo.
Notas sobre el acoso escolar
El acoso escolar (bullying) se refiere al uso repetido y deliberado de agresiones verbales, psicológicas o físicas para lastimar y dominar a otro niño o niña, sin que hayan sido precedidas de provocación y en el conocimiento de que la víctima carece de posibilidades de defenderse. Tres elementos deben estar presentes para hablar de bullying: conductas repetidas, intencionalidad y desequilibrio de poder o relación desigual. En cualquier caso, bullying es maltrato, y frente a esto no podemos tener una actitud pasiva. La inclusión respetuosa de todas las personas es un deber moral, una prioridad que debemos trabajar desde el aula y el hogar.
Según el informe mundial de la ONG International Bullying Without Borders, realizado entre 2020 y 2021, seis de cada diez niños sufren algún tipo de acoso y/o ciberacoso todos los días, por lo que se trata de un tema actual sobre el que debemos ocuparnos. Y si bien existen múltiples factores que influyen en este alarmante fenómeno, la evidencia sugiere cierta relación entre los estilos familiares –donde a madres y padres les toca la responsabilidad- y la tendencia a ser agresor o víctima de acoso entre iguales.
Un clima familiar positivo, que se refiere a un ambiente fundamentado en la cohesión afectiva entre cuidadores/as y niñas y niños, el apoyo, la confianza, intimidad y la comunicación familiar abierta y empática, puede ayudar a aminorar la prevalencia del bullying. Se ha demostrado que estas dimensiones potencian el ajuste psicológico y conductual de los niños y niñas. Por el contrario, un clima familiar negativo, carente de los elementos mencionados, se ha asociado con el desarrollo de problemas de comportamiento y aumento de la probabilidad de acoso, sea como víctima, victimario u otra figura en el arco de este complejo fenómeno que no se puede reducir a sólo dos elementos. En el “círculo del bullying” de Olweus se destacan distintos roles: agresor/a, seguidores/as, partidarios/as, espectadores/as neutrales, posibles defensores/as, defensores/as.
Un contexto familiar más negativo, con ciertos niveles de conflicto –como sucede con el estilo autoritario, por ejemplo-, reflejado en enfrentamientos entre los/as familiares y niveles medios de autonomía y afecto, más que ayudar a que niñas y niños construyan entornos saludables, afianzan esa inseguridad que puede manifestarse –en contexto escolar- con distintas formas de violencia. También aquí se pueden hallar las formas más veladas de los estilos familiares permisivos y negligentes.
Si bien el bullying ocurre, por definición, dentro de la escuela, es una forma de violencia que debe ser abordada por todas y todos, incluyendo de manera fundamental a madres, padres y cuidadores/as en el hogar.